Nunca
se consideró un exiliado político. Había abandonado su tierra
por un extraño impulso que se fraguó en tres etapas. La
primera, cuando lo abordaron sucesivamente cuatro mendigos en
la Avenida. La segunda, cuando un ministro usó la palabra Paz
en la televisión e inmediatamente comenzó a temblarle el
párpado derecho. La tercera, cuando entró a la iglesia de su
barrio y vio que un Cristo (no el más rezado y colmado de cirios
sino otro alicaído, de una nave lateral) lloraba como un bendito.
Quizá
pensó que si se quedaba en su país se iba a desesperar a
corto plazo y él bien sabía que no estaba hecho para la
desesperación sino para el vagabundeo, la independencia, el
modestísimo disfrute. Le gustaba la gente pero no se
encadenaba. Se entretenía con el paisaje pero al final se
empalagaba de tanto verde y añoraba el hollín de las ciudades.
Saboreaba las tensiones metropolitanas pero llegaba un día en
que se sentía cercado por los imponentes bloques de cemento.
Así
como había vagado por las calles y los caminos de su tierra,
empezó a vagar por los países, las fronteras y los mares. Era
terriblemente distraído. A menudo no sabía en qué ciudad se
encontraba, pero no por eso se decidía a preguntar.
Simplemente seguía caminando y, en todo caso, si se
equivocaba, no le importaba salir del error. Si precisaba algo, ya
fuera para comer o para dormir, disponía de cuatro idiomas para
buscarlo y siempre había alguien que lo comprendía. En el peor de
los casos, le quedaba el esperanto de los gestos.
Viajaba
en ferrocarril o en autobús, pero normalmente lograba que lo
recogieran en algún auto o camión. Inspiraba confianza. La
gente le creía las cosas más absurdas, y no se equivocaba,
porque todo en él era un poco absurdo. Por lo común andaba
solo, y era lógico, ya que ningún hombre ni, menos aún,
ninguna mujer, habría sido capaz de soportar tanta incuria y
tanto desorden.
Cuando
pasaba por una frontera, mostraba el pasaporte con un gesto
displicente o mecánico, pero inmediatamente se olvidaba de qué
frontera se trataba. Permanecía poco tiempo en el centro de
las ciudades. Prefería los barrios marginales, donde se
llevaba bien con los niños y los perros.
A
veces surgía algún detalle que le servía de orientación. Pero
no siempre. Una mañana se halló junto a un canal y creyó que
estaba en Venecia, pero era Brujas. Confundir el Sena con el
Rhin, y viceversa, le ocurrió por lo menos en tres ocasiones.
No llevaba brújula sino que se orientaba por el sol, pero
cuando le tocaban días tormentosos, de cielo oscuro, no tenía
la menor idea de dónde quedaba el norte. Y eso tampoco lo
afectaba, ya que no tenía preferencia por ninguno de los puntos
cardinales.
Cierto
mediodía se enteró de que caminaba por Helsinki porque vio
una cabina telefónica que decía Puhelin. Era uno de sus
escasos datos sobre Finlandia. Otro día sintió un alarmante
tirón de hambre en el estómago y extrajo de su morral un poco
de queso; cuando masticaba con fruición advirtió que se había
recostado a una columna que le trajo el recuerdo de las de
mármol pentélico que había visto en alguna foto del Partenón, y
claro, a partir de esa asociación se dio cuenta de que
efectivamente estaba en la Acrópolis. Sí, era terriblemente distraído.
En otra ocasión nevaba y para protegerse del frío se metió en
las galerías comerciales del moderno subsuelo de Les Halles.
Cuando, un semestre después, emergió de otras galerías
subterráneas en pleno centro de Estocolmo, se alegró
sinceramente de que ya no nevara.
De
vez en cuando iba a los aeropuertos, pero casi nunca viajaba
en avión, entre otras cosas porque después de presentarse en
el mostrador correspondiente y despachar su liviano equipaje,
se iba a la terraza a ver cómo despegaban y aterrizaban las
grandes aeronaves y no prestaba la menor atención a los
altavoces, que repetían su nombre con insistencia.
En
cierta ocasión, sin embargo, y vaya a saber por qué extraño
mecanismo, permaneció junto a la puerta de embarque y subió
confiadamente al avión con los demás pasajeros. Cuando llegó a
destino y mostró su pasaporte, tan displicentemente como de
costumbre, un funcionario de emigración lo miró con atención y
le dijo: «Venga conmigo.» Él lo siguió mansamente por un
corredor desierto. Cuando llegaron a una puerta con un letrero
Prohibido el paso, el funcionario la abrió y lo conminó a
entrar. Así lo hizo, desprevenido. Pensó acercarse a una mesa
que había en el centro de la habitación, pero de improviso no
vio nada. Alguien, desde atrás, le había colocado una capucha.
Sólo entonces comprendió que, de puro distraído, se
encontraba de nuevo en su patria.
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